La historia es conocida.
El 6 de Agosto de 1945, un B-29 dejó caer la primera bomba atómica sobre la población de Hiroshima. La llamaron little boy.
El resultado, más de 80.000 muertos y 300.000 afectados gravemente.
El señor que apretó el botoncito se llamaba Paul Tibbets.
Y ayer le llegó su turno. Murió con 92 años.
Me sorprendió la noticia, pues no tenía ni idea de que este personaje aún estuviera vivo y me asomé un poco a las noticias para conocer algo más de él.
Lo que más llama la atención es que jamás se mostró arrepentido públicamente de su acción e, incluso, se dedicó a firmar fotos del hongo como un artista puede firmar sobre un cuadro. Le sacó un buen rendimiento económico. Supongo que sintió que es lo más grande que había hecho nunca.
Su dedo borró la vida.
Su nombre se asoció para siempre con la muerte, aunque algunos le llamen libertad.
Y lo que es peor, no sólo se contentó con esa asociación sino que hizo lo mismo con el de su santa madre al bautizar el B-29 con su nombre: Enola Gay.
El pacto se ha sellado ayer, al cerrar los ojos justo el día que dedicamos a la muerte, a los difuntos. Esa lista que él se encargó de engordar.
El destino siempre tan irónico.
¿Su larga vida habrá sido un premio o una condena? Quien sabe...
Recuerdo ahora las palabras de Simón Wiesenthal, cuando le preguntaron por qué había dedicado los años que pasó en campos de concentración nazis apuntando los nombres de los torturadores. Por qué se pasó más de 50 años de su vida persiguiendoles por todo el mundo, estropeándoles el plácido retiro.
La respuesta no pudo ser más sencilla y contundente.
Dijo que cuando se muriera no sabría si se iba a encontrar con los casi cien miembros de su familia asesinados por los nazis. No sabía si en la otra vida se (re)encontraría con sus compañeros de reclusión y tortura.
Pero que si era así, quería poder mirarles a los ojos y decirles que él hizo algo.
Siguiendo este argumento me imagino hoy al amigo Tibbets repartiendo orgulloso fotos firmadas de su hongo a todas sus víctimas.
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