lunes, 5 de noviembre de 2007

La puerta del corazón



El peregrino no es un solitario, aunque a veces encuentre consuelo en el pecho de la soledad.

El peregrino camina entre los demás, aunque no tenga muy claro dónde esta la frontera que separa lo que es de lo que es yo.

Se encuentra con miradas que no son la suya y se pregunta por qué le arde el pecho ante cada una de ellas.

Observa a esa mujer a la que le cuesta levantar unas bolsas. No la conoce pero se pregunta si eso es suficiente motivo para no abrirle la puerta de su corazón.

La mira de nuevo y se pregunta si esa misma señora le fuese presentada mañana, como la madre de la mujer que ama, como un familiar que acaba de llegar del pueblo, como la madre de su mejor amigo o cualquier otra cosa cercana a su universo familiar, no le daría un vuelco en el corazón al verla en la calle en apuros. Saltaría como un resorte.

La diferencia es que ya se establece un vinculo emocional, cuya fuerza es proporcional a la cercanía.

¿Debe el peregrino sentir menos por esa mujer porque no la conoce?

¿Debe caminar con la puerta del corazón cerrada hasta que encuentra un rostro conocido?

El peregrino cree que no. El beneficio que recibe de caminar con las puertas abiertas no es comparable a los de poner un derecho de admisión.

Ve a su propia madre en esa mujer, a sus hijos en todos los niños, a su musa en todas las mujeres, a su hermano en todos los hombres. Ve a su compañero en cada árbol, en las flores, en los animales.

Ve el planeta en el que vive como su propia madre (Pachamama).

Y Dios es su padre. El Padre. Abba.

Esa es su fuerza.

No nos menospreciemos.


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