En mi otra vida siempre andaba preocupado por darle a mi hija la palabra adecuada.
La palabra.
Supuestas lecciones de vida importantísimas de decir.
Si le explico bien cómo debe vivir y cómo debe ser, seguro que lo entenderá y hará lo correcto.
Después, el cambio.
Descubrí que lo importante no era lo que le decía, sino lo que ella veía que yo hacía.
Tal como me mostraba con mis amigos, así hacía ella con los suyos.
Tal como amaba yo a mi gente cercana, así hacía ella cuando no miro.
Nos empeñamos en enseñarles que no mientan, por ejemplo, les castigaremos si lo hacen.
Pero luego ellos ven como se le puede mentir a una visita incomoda en la casa. Nos ven mentir constantemente. En el trabajo, a los amigos, entre nosotros. Y si mentir es una palabra que suena demasiado fuerte, podríamos usar fingir, que es más asumible.
Nosotros mismos no cumplimos las normas que les queremos imponer.
Y sus ojos siempre están ahí aunque no nos demos cuenta de ello.
Tras ese importante descubrimiento me puse a pensar qué era lo que quería enseñarle a mi hija.
Pero esta vez sin palabras. Tendría que enseñarle con el ejemplo.
Quiero enseñarle a respetarse a si misma. Que es importante que nos conozcamos sin máscaras, sin engaños.
Ni una mentira más si quiero enseñarle el valor de no mentir. Sin excusas ni condiciones.
Quiero enseñarle que una persona debe encontrar su libertad. Y defenderla después.
Quiero enseñarle el poder del amor. Debo encontrarlo yo antes.
Quiero enseñarle el valor de respetar. Respetando.
Y por supuesto a controlar el miedo, a conocerlo y vencerlo.
Esa es mi meta. Ser todo eso, vivir así cada día y demostrarle por qué hay una razón de peso para hacer las cosas bien.
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